viernes, 24 de abril de 2009

MI PUERQUITO COLOR DE ROSA


Aquel puerquito que vivía en el patio de mi casa, fue un regalo para mi hermano. Le llamábamos así, "Puerquito".
Llegó cuando aún era un puerquito bebé, y decidimos que no nos lo comeríamos nunca. Así se convirtió en la mascota del barrio. Sinceramente, merecíamos una medalla por aquel sacrificio. Por nuestro sacrificio, y por evitar el de él.
Cuando salíamos de la escuela, veníamos pitando para casa para bañarlo con la manguera, él se dejaba, parecía sonreir, nos miraba con aquellos diminutos ojitos achinados, rasgo de toda mi familia, y parecía derretirse, no sé si de tanto cariño que recibía, o del sol que chupaba en aquel pequeño patio.
El fue el único testigo, allí quietecito mirando, mientras mi amiga Carmen y yo, teñíamos de rubio a Chulina, sentada al sol en una banqueta, para que le hiciera efecto antes el agua oxigenada mezclada con jabón amarillo. La acompañamos a su casa y escapamos ante los gritos de horror de la madre, que vio entrar en casa a una extranjera de piel enrojecida y pelo casi blanco. Puerquito parecía troncharse de la risa, cuando a Chulina le salió un novio, deslumbrado con su nuevo look, que corría detrás de ella diciéndole "no corras, Chulina, que te voy a catisar". Todo quedó en un susto, porque ella corría más que él y porque tenían tan sólo cinco años.
Puerquito era testigo también de nuestra travesura de colarnos por la verja que separaba mi casa de la de Herminia, una viejecita, y colocarle todos los portarretratos de cabeza y dar volteretas en su cama, mientras ella estaba en la cocina, volvíamos a salir sin más por donde habíamos entrado. Allí nos esperaba él, en el agujero de la verja, con la cabeza de lado como diciéndonos "un dia de éstos las pillará". Herminia salía de la cocina y, arrepentidas, ya no nos daba tiempo de volver a colarnos en su casa para enderezarle los portarretratos y estirarle la colcha.
Puerquito era testigo de mis tardes tranquilas, sentadita en la escalera de la cocina que daba a ese patio, con un racimo de mamoncillos enorme en una mano, y en la otra, un vaso con azúcar, hielo y la manito del mortero. Uno por uno, yo mordía el mamoncillo, lo metia en el vaso, hasta acabar con el racimo. Lo machacaba todo con la manito del mortero y lo cubria de agua. El refresco de mamoncillos era tan rosadito como Puerquito.
Todas las mañanas, cuando salia para la escuela, pasaba a su lado, le daba una palmada en su traserito rosado y le decía "horita vengo". Y continuaba mi camino, ante su atenta mirada, porque él sabía que yo tenia un tic por aquel entonces, que era dar unos pasitos como la Pantera Rosa y escupir al mismo tiempo.
¡Cosas de una infancia donde todo parecia ser color de rosa, como él!

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