jueves, 12 de febrero de 2009

¡QUE GUAJIRITA!



Tan silvestre como el niño color café con leche de la peli de los canguritos.
¡Como adorabas aquellos cuarenta y cinco dias de “la Escuela al Campo”. Tus papis se quedaban hechos un mar de lágrimas cuando te veian partir en aquella guarandinga, o en la carreta, ¿eran dos bueyes los que tiraban de ella? Allí de pie todos muertos de la risa cuando los baches del camino sin asfaltar os hacían perder el equilibrio. Las chicas, para el albergue cañero con las profes, y los chicos, albergue distante y separado, con los profes. El trayecto del pueblo al campo, mas o menos una hora.
Dormías plácidamente en aquella litera. ¿Colchón? Una tela de saco como el de las patatas gallegas, atravesada por un palo en la cabecera y otro en los piés, para encajar en las patas de la litera de arriba, que bajaban hasta el suelo. En el fondo del albergue, una “lata de aceite carbón”, para las antojadas de hacer pipí por la noche. Tu único miedo era ése, atravesar a oscuras hasta el fondo aquella inmensa nave, pero eras una de las antojadas, así que despertabas a la que dormía en el saco de arriba y las dos para la lata. El sonido del líquido al caer, en medio de aquel silencio, provocaba un “shhhhhhhhhh, meonas”. Tus doce años eran tan alegres como frágiles de apariencia exterior, la más pequeña del albergue. El trabajo consistía en pelar la caña de azúcar que los chicos y los profes tumbaban con el machete. Tú pelabas una, y comías otra, cuando no te vigilaban.
Descansar durante el almuerzo en medio de aquella naturaleza viva, era el bífidus activo diario. Ese era el secreto de la hermosura de las matas de plátano y del brillo de sus enormes hojas verdes.
Allí la cobertura estaba garantizada las veinticuatro horas del dia. Sólo que el interlocutor era un atrevido Lorenzo en medio de aquella inmensidad azul, que te achicharraba. De noche, aquella carita redonda con diadema de diamantes, se te antojaba que sólo tenía ojos para ti. Sé valiente, Guajirita, reconoce que, como E.T., desde abajo, sacabas tu dedito del medio, apuntabas para ella y gritabas en silencio ¡MI CASA!
Ay que ver Guajirita ¡lo poco que has cambiado! Ser silvestre te ha permitido echar raices en otra tierra y conservar en tu alma aquellos soñadores doce años.

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